sábado, 29 de agosto de 2015

"La distancia que nos separa". Novela de Renato Cisneros. (Comentario)



“La distancia que nos separa” (Editorial Planeta -2015) de Renato Cisneros ha sido uno de los libros más solicitados en la reciente Feria Internacional del Libro de Lima. Dato que nos alegró mucho porque complementaba las otras buenas noticias que trajo la  FIL de este año: hubo más asistentes, se vendieron más libros, se eligieron mejores títulos. Lo que denotaba mejores lectores.
Ahora bien, hay que aceptar que la concitación sobre dicho libro  - en principio -  bien pudo  haberse debido al aprecio mediático – bien merecido – que se le tiene al autor quien, hasta unos días antes, conducía  programas periodísticos y culturales.  Del mismo modo, el tema, en sí mismo,  resultaba sugerente. Una novela de “auto ficción” que abordaba la vida del general Luis Cisneros Vizquerra, padre del autor, y controvertido  Ministro del Interior durante el régimen de Francisco Morales Bermúdez y  Ministro de Guerra durante el segundo belaundismo. Es decir, la alusión a un recorrido por las difíciles épocas que se vivieron en dicho periodo -  precisamente en el apogeo del general Cisneros -   era sugerente.
Sin embargo, luego de haberla leído, debo anotar que la novela de  Renato Cisneros se sostiene  sólidamente por sí misma y es mucho más que un contexto  histórico y un personaje controversial.  Me agradó haberla leído.
El narrador, el penúltimo hijo del general Cisneros, nos lleva por una exploración de su genealogía para comprender la figura de un padre desbordante. A ratos, carismático y en otros,  insufrible. Un padre con muchas facetas, contradicciones y  excesos tanto en el ámbito  familiar como en el espacio público en donde tuvo un papel relevante en el quehacer del país. No obstante, ese recorrido de reconstrucción también pasa por la búsqueda del autor para comprender su propia esencia. Desde el principio, se destila la inquietud del narrador por desgajar las capas de su historia familiar impulsado por un  deseo  subyacente, un deseo inaplazable  de rearmar todos sus recuerdos para colocarlos en un nuevo orden y, finalmente, reconciliarse principalmente con él mismo.
Ahora bien, la novela cobra un gran atractivo porque se trata de la decantación biográfica  del general Cisneros Vizquerra, hombre de gran importancia en la vida nacional del país en los difíciles años de la dictadura militar y la violencia terrorista de las décadas posteriores. Militar sobre el que se creó toda una leyenda – a veces exageradamente  oscura – y sobre quien se descargó toda la batería de fantasías y, seguro, también verdades completas y, en otras, a medias. Situación comprensible en una época en donde el caos ideológico y la confrontación armada interna pincharon todos los odios y todos los miedos que habían estado supurando el país.
Sin embargo, como ya dije, la novela de Cisneros, hijo, es significativa porque,  más allá de que el personaje central sea un hombre histórico¸ plantea un recorrido por una saga familiar – que con matices más, matices menos – pudiera ser  el descubrimiento de la historia  propia de cada lector. Siento que ese esfuerzo intelectual que lo lleva a escarbar en la memoria para confrontar los recuerdos idealizados con los que pudieran ser reales es una propuesta que bien pudiera tentar a muchos lectores. ¿Cuántos de nosotros no guardan asuntos inconclusos que así, irresueltos, conforman la maraña de nuestra existencia?   Con la diferencia, claro, de que, en el caso de la novela, el personaje es alguien de una intensa connotación histórica.
La novela es extensa, pero bien ordenada. En una estructura aparentemente lineal, se las ingenia para avanzar desde los inicios de la familia hasta los sucesos posteriores a la muerte del padre. Sin embargo, logra combinar hechos, reflexiones y claves que luego, poco a poco, se irán justificando. Por ejemplo, la mención de bisabuelo, abuelo, etc. es determinante para entender la naturaleza del padre y del propio narrador.  Por supuesto, esto desde el punto de vista planteado en la obra.
Escrita en de un modo bastante fluido, la narración avanza con un lenguaje limpio y claro. Mérito que le atribuyo al ejercicio periodístico del autor. Aunque, en lo personal, pienso que tiene momentos de parafraseo alegórico un tanto excesivos, sin embargo, por fortuna, no declinan la calidad de la novela.
Entiendo que, para muchos, lo que destaca, lo que la hace atractiva, es el develamiento de un personaje notorio en la vida del país, así como el hecho de que este develamiento sea llevado a cabo por su propio hijo. Y estoy de acuerdo, pero, creo los méritos de una novela deben sustentarse en la novela misma. Esto sucede cuando le lectura se despeja de los elementos extraliterarios y se manifiesta valiosa en sí misma. En lo personal, ese el mérito de la novela de Renato Cisneros.
En una de las últimas páginas de la novela, el narrador reflexiona: “Aquí he engendrado al Gaucho, dándole nombre a una criatura imaginada para convertirme en su padre literario. La literatura es la biología que ha permitido traerlo al mundo, a mi mundo, provocando su nacimiento en la ficción”.

Los invito a leerla.

domingo, 9 de agosto de 2015

VAMOS AL CINE (Comentario a propósito de 19 Festival de Cine de Lima)



« ¿Vamos al cine?», le dije, y ella, la linda Isabel, hizo como si lo pensara un poco.  Luego, matándome con su risueña  mirada, me dijo: «Ya pues».  Y al cine nos fuimos, a uno que estaba en la avenida Manco Cápac, en La Victoria. Lo recuerdo casi todo: la canchita, la espera en la fila, sus sonrosados labios haciendo mohines, el cielo plomizo de Lima (cuando no), el hall del cine con sus alfombras rojas y sus paneles iluminados que anunciaban las próximas películas,  la tibieza de sus manos cuando buscó los míos para guiarnos en la oscuridad de la sala mientras buscábamos nuestros asientos. Y  recuerdo muy bien que mis básicas intenciones tenían que ver con esos hermosos labios sonrosados. Sin embargo, Stanley  Kubrick  y Jack Nicholson nos tenían preparada otra experiencia con su estremecedora película “Resplandor”. No hubo de otra, nos quedamos enganchados con la lenta degradación del escritor Jack Torrance. Claro que obtuve como compensación que Isabel estuviera acurrucada en mis brazos en todos los momentos de suspenso, o sea, en casi toda la película, y la tuve mucho tiempo más de lo que pensaba en el parque, cerca de su casa,  tratando de dilucidar el significado de la fotografía de Torrance que aparecía al final. Lo confieso, Kubrick no solo me enseñó cómo era un buen cine, también me acercó mucho más a Isabel. Hasta que – como todo – aparecieron las letras inevitables del final.
Aunque para dramas, mi madre a quien no se le ocurrió mejor situación  que llevarme al cine  para anunciarme que se divorciaba, que se iba, que nos abandonaba porque había un villano en casa, es decir, mi viejo. Y para prepararme antes del notición, primero fuimos a ver los “Siete magníficos”, con Steve McQueen, Yul Brynner y Charles Bronson y otros más que estaban de moda. Supongo que lo hizo porque había calculado que a los varoncitos les gustaban las películas de vaqueros. En mi caso, hasta allí,  no me había interesado mucho el tema de los westerns. Pero – dado el contexto – he allí otra película que ha marcado mi vida. Solo mucho tiempo después, ya algo metido en la fascinación por el cine, descubrí que la película fue una adaptación de “Los siete samuráis” del gran Akira Kurosawa. Entonces muchas cosas se aclararon, como que una cosa era una película dirigida por Kurosawa y otra si la dirigía un tal Sturges que hizo lo que pudo, pero no pudo mucho. No obstante, lo confieso, de tanto en tanto, vuelvo a ver los “Siete magníficos” y siento un leve estremecimiento en las escenas melodramáticas, como cuando Charles Bronson agoniza y se da tiempo para parafrasear un discurso de despedida y unos niños que lo admiraban lo lloran tiernamente. No diré igualito, pero también hice algo parecido cuando, finalmente, mi madre me soltó su alocución de despedida. Además, igualito que en las películas de vaqueros, creo que un sol (anémico, como suele ser en Lima) también caía detrás del horizonte cortado por los cerros antes de que se cerrara otro capítulo de mi vida.
Claro que ha habido muchas películas que han tenido gran significado en mi vida, como a casi a todos. Y junto a las películas,  también tuvieron significado los lugares en donde las he visto. Soy de la generación de los que asistía con entusiasmo al auditorio de la cooperativa San Elisa, ahora un viejo y abandonado edificio en el jirón Cailloma, por el Centro de Lima. Un fantasma que hace poco fue cerrado después que se hubo convertido en un suburbio de  marginados que rondan las noches sórdidas del Centro.  Pues bien, allí funcionó una sala de cine en donde se proyectaban las películas que jamás  se pasarían en las salas convencionales o las que se pasaban  apenas lo suficiente como para comprobar que no iban funcionar.   Claro que había otros cines club – esa era la definición que se le daba a esas salas en esos tiempos heroicos – y por supuesto que se iba: al cinematógrafo de Barranco o la antigua filmoteca que funcionaba en el Museo de Arte de Lima. Sin embargo, cuando me toca recordar los juveniles tiempos de cinefilia, de libros viejos, de las primeras revistas que se imprimían desde la universidad en unas máquinas llamadas mimeógrafos, los tiempos de los bisoños  debates que terminaban – muchas veces a patadas -, la época de ansiedad cultural, entonces me viene a la memoria la sala de cine del auditorio Santa Elisa, y Woody Allen, con “La rosa púrpura del Cairo”, “!Zelig”;  de pronto, como un salto a otra dimensión, llegar a Fellini y la “Dolce Vita”; luego quedarse bizco y algo turulato con  Eisenstein y  “El acorazado Potemkin”.
En fin, lo cierto es que el cine me ha acompañado siempre. Hasta podría refrendar la manida, pero efectiva afirmación de que cada momento importante de mi vida tiene una película, una canción y una novela que la enmarca.
Y aunque casi todo está en constante cambio, y los recuerdos no hacen sino confirmarlo, hay otros que se mantienen en el tiempo. Ese el cine. A pesar de que las salas, al  menos en su mayoría,  ahora son múltiples cubículos o, más aún, aun cuando sus mágicos espacios hayan sido cambiados por los discos compactos y las salas de la casa, el cine está allí, marcando nuestros momentos.  
Por eso, mis felicitaciones a quienes por estos días han hecho posible una edición más del Festival de Cine de Lima. Ciertamente no todos están conformes, y seguramente, se podría mejorar; pero, por mientras, en Lima tendremos nueve días de películas de ficción, documentales y muchas otras actividades. Lamentablemente, la mayoría de nosotros no tendrá tiempo de asistir ni al diez por ciento de todo lo que se ofrece, pero algo se podrá hacer.

Por ahora me quedo con la frase de Orson Welles: «Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta».

jueves, 6 de agosto de 2015

BALANCE DE LA FERIAL INTERNACIONAL DEL LIBRO DE LIMA 2015



Alegra el balance final de la Feria Internacional del Libro de Lima 2015.  Asistieron 502,800 asistentes, eso significa un 12% más que en el 2014. Hubo ventas por  13 millones 600 mil soles, es decir, 30% más que el año pasado.
Se entiende que  esta mejora en cifras es el resultado de un trabajo más eficiente (ojo, no óptimo, pero sí rescatable). Según datos de la Cámara Peruana del Libro, se realizaron 630 actividades y hubo presencia de 155 estand en un ambiente renovado con una extensión de 15 mil m². Cifras que indican una intensa y variada actividad que atrajo al público.
Aun cuando todavía se  supera los resultados de otras ferias latinoamericanas,  se nota que la distancia ya no es tan embarazosa. La cantidad de asistentes ha igualado a la de Bogotá (520 mil visitantes) y se aproxima a la de Guadalajara (765,706). Sin embargo,  todavía  falta mucho para alcanzar el millón doscientos mil visitantes que recibe cada año la Feria del Libro de Buenos Aires.
Felicitaciones, pues,  a los organizadores. Esperaremos ansiosos la siguiente FIL que, seguramente, superará los resultados de esta.

¡Ah! Algo más. Entre los libros más vendidos está la novela de Renato Cisneros,  “La distancia que nos separa”, “HHhH” de Laurent Binet; el ensayo de Charles Walker, “La rebelión de Túpac Amaru”; y “La urgencia por decir nosotros” de Gonzalo Portocarrero.  En este sentido, de acuerdo plenamente con el comentario de la revista Caretas. Es decir, se quedaron rezagados los libros de autoayuda, los “best sellers” para adolescentes y alguno que otro título de “escritores” que se confiaron en su vigencia mediática creyendo que con eso  concitarían la atención. Esta vez, buena por el lector peruano que ha sorprendido  gratamente con sus gustos.

domingo, 2 de agosto de 2015

MI RECUERDO CON LOS LIBROS (COMENTARIO)


MI RECUERDO CON LOS LIBROS

No recuerdo la  edad exacta que tenía cuando llegó a mis manos mi primer libro, Las fábulas de Esopo. Digo mi primer libro porque,  quien me lo regaló, se había tomado el trabajo de escribir mi nombre en la primera página de respeto: Propiedad de Ríchar Primo. Fue una sensación rara. Grata eso sí. Era un libro que me pertenecería  por completo.
De hecho era muy pequeño en aquel tiempo, aunque recuerdo, eso sí,  que leía todo lo que llegaba a mis manos; pero niño después de todo, perdía, destruía u olvidaba muchas de las cosas que me regalaban.  Sin embargo ese primer libro estuvo entre los objetos que deambularon conmigo cuando la vida me sometió a una interminable mudanza mientras mis padres se divorciaban. Aquel librito de historias inocentes en donde zorros, liebres, sapos vivían aventuras aleccionadoras, finalmente se quedó en el fondo de alguna maleta olvidada junto con mi accidentada niñez. Pero hasta hoy, cada vez que veo su carátula  en el aparador de una alguna librería, siento una brisa de ternura que me estremece.

Luego fueron llegando otras lecturas que  para entonces marcaron mi adolescencia. En aquella época, muchas de mis lecturas las realicé en una pequeña biblioteca que sobrevivía en la avenida Tarapacá, en el Rímac, muy cerca del Colegio Ricardo Bentín. Muchos años después, en un ataque de nostalgia, pasé por allí, buscando aquella biblioteca, pero ya no quedaban rastros de ese pequeño cubículo de ocho metro cuadrados, con dos pequeñas ventanas protegidas con barrotes,  y muchos libros atiborrados en estanterías que llegaban hasta el techo, libros de todo tamaño que abarcaban hasta los pequeños pasadizos y cualquier lugar donde pudiera haber  algún espacio.  En aquella biblioteca, las mesas de lectura eran barras de madera adheridas a las paredes y se leía sentado en taburetes incomodísimos.
Hoy, la avenida Tarapacá es una calle  de mejor ver, con muchos negocios que prosperan; pero, sin su pequeña biblioteca,  pienso que  ha quedado incompleta. En fin, cosas de la nostalgia. Recuerdo que eran libros viejísimos, forrados con vinifán. Los dos veteranos bibliotecarios que se encargaban del lugar, por turnos,  solían prestármelos para llevarlos a casa, aunque por lo general los leía allí mismo. A pesar de su incomodidad, era un lugar más tranquilo que el hogar en donde vivía y que aún no terminaba de disolverse. Una tarde encontré a los dos bibliotecarios exultantes: habían recibido un donativo de libros nuevos, incluso las mismas cajas en donde habían llegado eran inusitadamente nuevas. Aquella vez, junto con otro par de muchachos, ayudé a los bibliotecarios en el intento de acomodarlos provisionalmente hasta que pudieran organizarlos, ficharlos y cosas por el estilo. Los libros olían a nuevos y recuerdo que dejábamos correr sus hojas solo para deleitarnos con el olor a novedad.
De esa colección, recuerdo haber leído, muchas veces,  La palabra del mudo de Julio Ramón Ribeyro. Descubrí Metamorfosis de Kafka que me dejó estupefacto. Entonces traté de leer El Proceso. Confieso que no entendí mucho de aquel libro, sino tan solo mucho tiempo después. En cambio sí me asombró Billar a la nueve y media de  Heinrich Böll. Entre esos libros arribados al cubil,  encontré varios tomos de historia de Jorge Basadre, los que leí por recomendación de los bibliotecarios que me increpaban para que buscara  otros temas aparte de los literarios.  Gran lección. Confieso que, aunque me agotaron, aquellas lecturas recomendadas ampliaron mi perspectiva, aunque se me ha quedado mucho más en la memoria el libro Perú, problema y posibilidad. Cosas de lector. Poco antes de declarar acomodados los libros, el bibliotecario más viejo me ofreció un trato extraño. Me dijo que tenía más copias de las que necesitaba de la novela de Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, que si yo le conseguía otro libro con el que pudiera canjearlo, me lo daba. Dudé, pero el bibliotecario – que pocas veces sonreía – esa vez lo hizo consciente de la buena oferta que me ofrecía. Luego regresó a sus quehaceres. De los escombros  que quedaban de mi casa, extraje un libro grande, con tapa de cuerina: Tratado de historia automotriz o algo así.  Afortunadamente, el trato funcionó y me quedé con el libro. El bibliotecario  le estampó un sello: Donativo de la Biblioteca Bentín. Luego escribió mi nombre y me lo alcanzó. «Para tu biblioteca», me dijo.

Siempre les he contado a mis amigos más queridos que esa novela cambió mi vida. Después de leerla, mi mundo se descalabró y tuve que reconstruirla en función de la escritura, y solo entonces todo tomó sentido. Pero esa es otra historia.
Lo que quiero compartir, tiene que ver con los libros en general. Años después, ya independiente y sometido a todas las vicisitudes de la vida, igual, siempre he disfrutado de la compra de un libro. Ya sea nuevo o de segunda. Lo cierto es que los libros me han llevado por muchos lugares excepcionales y me han salvado de muchas maneras.  Los libros han significado ese punto de referencia que, muchas veces,  me ha permitido retomar mi rumbo. Han sido ese faro que me ha reubicado cuando necesitaba recordar una lección olvidada. A veces, cuando sentía, por ejemplo, que la soledad me abrumaba, allí estaba uno de ellos, cerca de mi velador. En las  librerías, cuando  me encontraba con un título que parecía conectarse contigo, leía la contratapa y luego, bastaban  unos segundos de lectura de las primera hojas y, definitivamente, comprendía que había  hallado un nuevo amigo.
También es cierto que, a los largo de mi vida, he tenido que abandonar varias pequeñas bibliotecas, pero siempre he guardado en la maleta algunos libros que siempre me han acompañado en alguna nueva aventura: la novela de Vargas Llosa incluida, por supuesto.

Por eso, en estos días en que se habla de que los libros van a quedar expuestos a la inflexibilidad de los impuestos, me parece necesario recordar que los libros – aun cuando parezca iluso – deberían estar por encima de asuntos financieros que, para variar - que yo recuerde - siempre han estado en crisis.

Que cada quien evoque  su relación con los libros y que sature la red con estas memorias - nunca como ahora - tan imprescindibles.